jueves, 17 de noviembre de 2011

El cuento


El día antes de mi muerte
Por Diogenes Díaz Carabalí
(Cuento Ganador del concurso de cuentos Humberto Tafur Charry. Neiva 2011)
In memoriam a Alonso Bambagüé
… aunque mis cadenas están hechas de césped y pintura doméstica, me sujetarán hasta el día de mi muerte.
John Cheever 
Estoy mirando un desnudo. Un lienzo cargado de violeta. Una muchacha abraza no sé a quién mientras se agita. Lo único que no me gusta del desnudo es la pared con sombras que se dilatan hasta el cielo, y se pierden entre otras sombras reflejadas por el pequeño bombillo con su luz de oro, que corresponde a un reflector opaco y sin potencia que pone mi figura transparente sobre el cuadro, y cuando puedo mirarlo desde otro ángulo me gusta porque distorsiona los perfiles, los brazos de la chica no son tan flácidos, las piernas no son tan contorneadas, el perfil se mueve —a veces titila— y el cabello parece andar sobre el lomo de un caballo además agitado por el viento. Todo se mueve, y si miro el cuadro fijamente, mi alrededor comienza a girar, voy dentro de un torbellino, quiero decir que me elevo y me sumerjo, giro sobre el mismo plano y los colores se vuelven un emplasto difuso, a veces cerrazones cargados, parece un mar acolchado que se mueve, con la intensidad que no puedo detener mientras escucho el murmullo de mis hijas, mientras el televisor informa sobre Libia y las violentas explosiones que simulan la guerra parecen arrancar el cristal de la pantalla.
Una mujer saluda desde el living, ha entornado la puerta, avanza hasta quedar junto a mí, es la misma mujer que duerme a mi lado, que trasnocha con mis fiebres, junta sus pies a los míos, entrelaza sus piernas con las mías y me habla en las noches, tarde, cuando me desvelan los pensamientos y padezco de afonías mientras no sean graves, porque si lo son se levanta y trae la bacinilla para que vomite ese esputo sanguinolento que no puedo detener, que antes parece atosigado en mi cuello, que hace estremecer mis entrañas y crea círculos flotantes cuando lo derramo sobre el piso con bombas de aire y permanecen así, esponjadas, un ojo de buey que mira aunque vuelva el rostro, aunque ignore la asquerosidad que si no vienen pronto a asear se revuelve y expele un olor a vómito de perro. La luz se hace difusa, apenas la mujer entra se pone de espaldas por el otro lado de la cama, sentada murmulla oraciones en voz baja, me ofrece algo de alimento y yo no le respondo, me dice que coma, come, está rico, miro el colirio que deambula por sus ojos cuando acerca su rostro para rozarme con su aliento, sus cabellos frente a mí también me duelen, hurgan en mis pupilas cansadas esos ásperos cabellos olor a polvo, después se baja hasta mis pies y comienza a frotarlos sin conseguir que suba la temperatura, porque están profundamente cristalinos, profundamente tiesos, profundamente yertos, y le digo que deje así, nunca volverán a calentarse.
 Hay otras voces. El hombre que habla. Pregunta por mí en un idioma que no entiendo. Pasa por cada uno de los presentes y les toma la mano, saluda en voz baja, parece un murmullo, no quiero verlo, solo adivinar cuando dice que es hora de la medicina y derrama sobre mi rostro unas gotas del jarabe dulzón que siempre me da a esta hora. Ya sé que tengo que volver los glúteos. No me importa, no siento la hipodérmica, clava la aguja una vez en una nalga, la próxima en la otra, apenas miro su rostro cuando pone el fonendo se queda escuchando una eternidad las palpitaciones de mi corazón débil, es el golpeteo de un pájaro carpintero cansado que interrumpe el silencio marchito de la alcoba cuando ya no hay tiempo, cuando el tiempo se esfuma, cuando apenas puedo ir a la sala a detenerme frente a la pintura, frente a los trazos difusos que a veces se desparraman por el lienzo y por los muros, que a veces se vuelven vivos simulacros de lo que carezco, como si mi vida se estuviera estampando en los colores, en los rosados tiernos de aquellos muslos, en los rubios cabellos que parecen agitarse, en el vientre plano de una figura que no come, en los pies recortados por el borde inferior del cuadro que parecen huir de mi presencia. El hombre va a marcharse. Vuelve y habla en voz baja. Antes toma la mano de cada asistente y esculca en la mía, sólo en la mía para estar seguro. Golpea la puerta de la habitación, hace ruido al bajar las gradas, entona una canción extraña, cada día una nueva canción, que oigo hasta cuando se sube al auto y acciona el encendido. Me quedo escuchando el ruido del motor que se marcha calle abajo, el chirrido de las llantas cuando frena en el primer cruce, y cuando se confunde con los demás autos.
La mujer vuelve a recostarse. Ahora parece agitada. ¡Está rendida! Me asusta su ronronear de gato angora, que hace silbar sus fosas nasales. Se vuelve tan estática… siento deseos de llamarla porque de nuevo se presenta la agitación. Vendrá un ataque convulsivo, y el vómito que no podré depositar en la bacinilla. Se presenta en un torrente de impulsos, de contracciones en el tórax, de agitaciones abdominales que a duras penas me permite voltear la cabeza para lanzarlo sobre la sábana, y cuando lo hago parece que me siento mejor, puedo levantarme aunque el dolor de cabeza es intenso, una migraña que padezco desde niño heredada de mi madre. Veo rayas oblicuas delante de mis ojos, aros caprichosos y luces diminutas que se dispersan a medida que avanzo entre las sombras. Tengo la impresión de que la mujer de la cama no está, de que se ha subido al lienzo, se ha plasmado en la pintura, ni siquiera viene a asear y a quitar las sábanas manchadas con el vómito, olor a medicinas, olor a las tinturas aplicadas en mis glúteos, al jarabe suministrado por el hombre siempre que viene y dice llegó la hora de tu medicina, y comienzo a caminar en ángulos caprichosos, en un vaivén incontrolable, con la borrachera de mi incapacidad para desplazarme recto, extraviado el sentido de la orientación, para detenerme junto a la puerta que se niega a abrir, que no puedo abrir, que se sostiene rústica en el marco, agarrado al picaporte que no  puedo alcanzar con mis manos temblorosas, y cuando logro asirme a ella las lucecitas son más intensas, los aros frente a mis ojos son más locos y las rayas se desplazan a mayor velocidad. De nuevo mi tórax se agita. Parece que mi cabeza esta vez sí estallará. 
Recuesto la cabeza sobre la madera de la puerta. Vomito después de nuevas contracciones en mi abdomen. Ni siquiera me entero que he manchado el muro que mantienen pulcro, y me quedo escuchando todos los sonidos, el grillo lejano de la calle, los autos que transitan esta vez sobre el pavimento mojado, el pito de los autos sobre la avenida, la sirena de una patrulla de la policía que suena enloquecida, la respiración de los habitantes de la casa con breves pausas como si fueran a morir de afonía, la nevera que por momentos lanza chillidos ambiguos, el contador de la energía que parece constante en marcar los kilovatios sin medir las consecuencias, en la lluvia lenta que cesa por instantes, en el frío que se engarza a mis hombros y arropa mis pies, en una garza solitaria y lejana que lanza graznidos a esta hora, en el tres pies de las tres de la madrugada que canta como una mala premonición, todos los ruidos acumulados, tan nítidos que se meten en mis sentidos y buscan causarme miedo, hacen que frote mi estómago escurrido, vacío, que frote mi cuello esquelético que no permite el paso de los alimentos, los gustos que aprecio, el sabor del vino contenido en las gotas cárdenas, transparentes, escurridas del fondo de un copa, pienso también en el cautivante olor de un pernil de pollo expelido por el horno cuando está a punto, en la suavidad del postre Eduardo Santos que Faiber suele llevar a las reuniones sociales, en la hostia de la iglesia con la pretensión de conseguir la salvación eterna, y me doy cuenta de que he recuperado mi conciencia, mis sentidos se han avivado, mis manos palpan claras la gravedad de mi estado, mis huesos pronunciados, mis cabellos miserables, desaparecidos, los vellos de mis axilas alargadas, el diapasón seco de mis costillas, y puedo apreciar en el tocador toda la tristeza de mi rostro, lo lánguido de la mirada de ese otro yo que está metido en el espejo porque teme a la muerte que no temo, sería mejor que escapar del dolor, escapar a la desgracia que me persigue desde el día en que me dijeron que tenía cáncer de estómago.
Logro abrir la puerta. Avanzo por el pórtico entre las habitaciones. Alcanzo las gradas y me prometo bajarlas una a una hasta llegar a la planta baja. Allí todo es silencio. Ahora escucho el canto del grillo, el ruido de los autos, la bulla de la nevera y el sonido de la patrulla que continúa agitada por entre las calles mudas. Ya no están las candelillas delante de mis ojos, ni los surcos oblicuos, ni los círculos caprichosos con sus tonos de vidrio. Es plano el horizonte de las sombras cortadas por los muros que apenas se dibujan en la distancia cercana, las sombras los dilatan, los esparcen, tengo el presentimiento de que los muros se alejan, de que el horizonte es infinito, sin límites, más allá de la atmósfera, más allá del cenit azul que se vislumbra en las noches despejadas, pero las siento con mis manos, palpo las paredes y en el descenso no termino de bajar, las gradas se han hecho perpetuas, se dilatan, van agregándose hasta un fondo luminoso que se esparce por todos los rincones, es como si la escalera continuara descendiendo a las estrellas, como si las estrellas estuvieran retratadas en un pozo, como si todas los cosas se hubieran invertido, como si estuviera suspendido bajo el piso que ha dado la vuelta.
Ahora estoy acostado, invertido, con el rostro hacia abajo pero veo el horizonte. Miro el cielorraso y los muros y las sombras que se mueven, y los rostros que me miran y la pintura del desnudo, estática, indiferente, con la inocencia de mostrar nada, solo desnuda la mujer de trazos finos, de cabello un tanto oblongo, abundante y brilloso, con el dorado esparcido sobre sus espaldas, y los ojos profundos, cristalinos, como el pozo que miro hacia el abismo.
Alguien me toma del cuello y levanta mi cabeza. Otros vienen y me agarran de los pies y los hombros. Permanezco con los ojos cerrados. Escucho el silencio que es infinito. El sopor de los años reunidos este día que pasa frente a mis ojos, la tranquilidad de no sentir dolor y la frescura de la fiebre que escapa. Me depositan sobre mi cama blanda, tibia, y vuelvo a sentir el aliento de las voces calladas que se esconden tras los labios de los seres que me miran. Cuando abro los ojos veo rostros conocidos, los de mis hijos, los de la familia, mi mujer que se acerca a darme un beso, un beso que presumo de despedida, y la confundo con la mujer del desnudo que cuelga sobre una de las paredes de la casa.                 

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