El día antes de mi muerte
Por Diogenes Díaz
Carabalí
(Cuento Ganador del concurso de cuentos Humberto
Tafur Charry. Neiva 2011)
In memoriam a Alonso Bambagüé
… aunque mis cadenas están hechas de césped y pintura doméstica,
me sujetarán hasta el día de mi muerte.
John
Cheever
Estoy
mirando un desnudo. Un lienzo cargado de violeta. Una muchacha abraza no sé a
quién mientras se agita. Lo único que no me gusta del desnudo es la pared con
sombras que se dilatan hasta el cielo, y se pierden entre otras sombras reflejadas
por el pequeño bombillo con su luz de oro, que corresponde a un reflector opaco
y sin potencia que pone mi figura transparente sobre el cuadro, y cuando puedo
mirarlo desde otro ángulo me gusta porque distorsiona los perfiles, los brazos
de la chica no son tan flácidos, las piernas no son tan contorneadas, el perfil
se mueve —a veces titila— y el cabello parece andar sobre el lomo de un caballo
además agitado por el viento. Todo se mueve, y si miro el cuadro fijamente, mi
alrededor comienza a girar, voy dentro de un torbellino, quiero decir que me
elevo y me sumerjo, giro sobre el mismo plano y los colores se vuelven un
emplasto difuso, a veces cerrazones cargados, parece un mar acolchado que se
mueve, con la intensidad que no puedo detener mientras escucho el murmullo de
mis hijas, mientras el televisor informa sobre Libia y las violentas
explosiones que simulan la guerra parecen arrancar el cristal de la pantalla.
Una
mujer saluda desde el living, ha entornado la puerta, avanza hasta quedar junto
a mí, es la misma mujer que duerme a mi lado, que trasnocha con mis fiebres,
junta sus pies a los míos, entrelaza sus piernas con las mías y me habla en las
noches, tarde, cuando me desvelan los pensamientos y padezco de afonías
mientras no sean graves, porque si lo son se levanta y trae la bacinilla para
que vomite ese esputo sanguinolento que no puedo detener, que antes parece atosigado
en mi cuello, que hace estremecer mis entrañas y crea círculos flotantes cuando
lo derramo sobre el piso con bombas de aire y permanecen así, esponjadas, un
ojo de buey que mira aunque vuelva el rostro, aunque ignore la asquerosidad que
si no vienen pronto a asear se revuelve y expele un olor a vómito de perro. La
luz se hace difusa, apenas la mujer entra se pone de espaldas por el otro lado
de la cama, sentada murmulla oraciones en voz baja, me ofrece algo de alimento
y yo no le respondo, me dice que coma, come, está rico, miro el colirio que
deambula por sus ojos cuando acerca su rostro para rozarme con su aliento, sus
cabellos frente a mí también me duelen, hurgan en mis pupilas cansadas esos ásperos
cabellos olor a polvo, después se baja hasta mis pies y comienza a frotarlos
sin conseguir que suba la temperatura, porque están profundamente cristalinos,
profundamente tiesos, profundamente yertos, y le digo que deje así, nunca
volverán a calentarse.
Hay otras voces. El hombre que habla. Pregunta
por mí en un idioma que no entiendo. Pasa por cada uno de los presentes y les
toma la mano, saluda en voz baja, parece un murmullo, no quiero verlo, solo
adivinar cuando dice que es hora de la medicina y derrama sobre mi rostro unas
gotas del jarabe dulzón que siempre me da a esta hora. Ya sé que tengo que
volver los glúteos. No me importa, no siento la hipodérmica, clava la aguja una
vez en una nalga, la próxima en la otra, apenas miro su rostro cuando pone el
fonendo se queda escuchando una eternidad las palpitaciones de mi corazón débil,
es el golpeteo de un pájaro carpintero cansado que interrumpe el silencio
marchito de la alcoba cuando ya no hay tiempo, cuando el tiempo se esfuma,
cuando apenas puedo ir a la sala a detenerme frente a la pintura, frente a los
trazos difusos que a veces se desparraman por el lienzo y por los muros, que a
veces se vuelven vivos simulacros de lo que carezco, como si mi vida se
estuviera estampando en los colores, en los rosados tiernos de aquellos muslos,
en los rubios cabellos que parecen agitarse, en el vientre plano de una figura
que no come, en los pies recortados por el borde inferior del cuadro que
parecen huir de mi presencia. El hombre va a marcharse. Vuelve y habla en voz
baja. Antes toma la mano de cada asistente y esculca en la mía, sólo en la mía
para estar seguro. Golpea la puerta de la habitación, hace ruido al bajar las
gradas, entona una canción extraña, cada día una nueva canción, que oigo hasta
cuando se sube al auto y acciona el encendido. Me quedo escuchando el ruido del
motor que se marcha calle abajo, el chirrido de las llantas cuando frena en el
primer cruce, y cuando se confunde con los demás autos.
La
mujer vuelve a recostarse. Ahora parece agitada. ¡Está rendida! Me asusta su
ronronear de gato angora, que hace silbar sus fosas nasales. Se vuelve tan
estática… siento deseos de llamarla porque de nuevo se presenta la agitación. Vendrá
un ataque convulsivo, y el vómito que no podré depositar en la bacinilla. Se presenta
en un torrente de impulsos, de contracciones en el tórax, de agitaciones
abdominales que a duras penas me permite voltear la cabeza para lanzarlo sobre
la sábana, y cuando lo hago parece que me siento mejor, puedo levantarme aunque
el dolor de cabeza es intenso, una migraña que padezco desde niño heredada de
mi madre. Veo rayas oblicuas delante de mis ojos, aros caprichosos y luces
diminutas que se dispersan a medida que avanzo entre las sombras. Tengo la
impresión de que la mujer de la cama no está, de que se ha subido al lienzo, se
ha plasmado en la pintura, ni siquiera viene a asear y a quitar las sábanas
manchadas con el vómito, olor a medicinas, olor a las tinturas aplicadas en mis
glúteos, al jarabe suministrado por el hombre siempre que viene y dice llegó la
hora de tu medicina, y comienzo a caminar en ángulos caprichosos, en un vaivén
incontrolable, con la borrachera de mi incapacidad para desplazarme recto, extraviado
el sentido de la orientación, para detenerme junto a la puerta que se niega a
abrir, que no puedo abrir, que se sostiene rústica en el marco, agarrado al
picaporte que no puedo alcanzar con mis
manos temblorosas, y cuando logro asirme a ella las lucecitas son más intensas,
los aros frente a mis ojos son más locos y las rayas se desplazan a mayor
velocidad. De nuevo mi tórax se agita. Parece que mi cabeza esta vez sí
estallará.
Recuesto
la cabeza sobre la madera de la puerta. Vomito después de nuevas contracciones en
mi abdomen. Ni siquiera me entero que he manchado el muro que mantienen pulcro,
y me quedo escuchando todos los sonidos, el grillo lejano de la calle, los
autos que transitan esta vez sobre el pavimento mojado, el pito de los autos
sobre la avenida, la sirena de una patrulla de la policía que suena
enloquecida, la respiración de los habitantes de la casa con breves pausas como
si fueran a morir de afonía, la nevera que por momentos lanza chillidos
ambiguos, el contador de la energía que parece constante en marcar los
kilovatios sin medir las consecuencias, en la lluvia lenta que cesa por
instantes, en el frío que se engarza a mis hombros y arropa mis pies, en una
garza solitaria y lejana que lanza graznidos a esta hora, en el tres pies de
las tres de la madrugada que canta como una mala premonición, todos los ruidos
acumulados, tan nítidos que se meten en mis sentidos y buscan causarme miedo,
hacen que frote mi estómago escurrido, vacío, que frote mi cuello esquelético
que no permite el paso de los alimentos, los gustos que aprecio, el sabor del
vino contenido en las gotas cárdenas, transparentes, escurridas del fondo de un
copa, pienso también en el cautivante olor de un pernil de pollo expelido por
el horno cuando está a punto, en la suavidad del postre Eduardo Santos que
Faiber suele llevar a las reuniones sociales, en la hostia de la iglesia con la
pretensión de conseguir la salvación eterna, y me doy cuenta de que he
recuperado mi conciencia, mis sentidos se han avivado, mis manos palpan claras
la gravedad de mi estado, mis huesos pronunciados, mis cabellos miserables,
desaparecidos, los vellos de mis axilas alargadas, el diapasón seco de mis
costillas, y puedo apreciar en el tocador toda la tristeza de mi rostro, lo
lánguido de la mirada de ese otro yo que está metido en el espejo porque teme a
la muerte que no temo, sería mejor que escapar del dolor, escapar a la
desgracia que me persigue desde el día en que me dijeron que tenía cáncer de
estómago.
Logro
abrir la puerta. Avanzo por el pórtico entre las habitaciones. Alcanzo las
gradas y me prometo bajarlas una a una hasta llegar a la planta baja. Allí todo
es silencio. Ahora escucho el canto del grillo, el ruido de los autos, la bulla
de la nevera y el sonido de la patrulla que continúa agitada por entre las
calles mudas. Ya no están las candelillas delante de mis ojos, ni los surcos
oblicuos, ni los círculos caprichosos con sus tonos de vidrio. Es plano el
horizonte de las sombras cortadas por los muros que apenas se dibujan en la
distancia cercana, las sombras los dilatan, los esparcen, tengo el presentimiento
de que los muros se alejan, de que el horizonte es infinito, sin límites, más
allá de la atmósfera, más allá del cenit azul que se vislumbra en las noches
despejadas, pero las siento con mis manos, palpo las paredes y en el descenso
no termino de bajar, las gradas se han hecho perpetuas, se dilatan, van
agregándose hasta un fondo luminoso que se esparce por todos los rincones, es
como si la escalera continuara descendiendo a las estrellas, como si las
estrellas estuvieran retratadas en un pozo, como si todas los cosas se hubieran
invertido, como si estuviera suspendido bajo el piso que ha dado la vuelta.
Ahora
estoy acostado, invertido, con el rostro hacia abajo pero veo el horizonte. Miro
el cielorraso y los muros y las sombras que se mueven, y los rostros que me
miran y la pintura del desnudo, estática, indiferente, con la inocencia de
mostrar nada, solo desnuda la mujer de trazos finos, de cabello un tanto oblongo,
abundante y brilloso, con el dorado esparcido sobre sus espaldas, y los ojos
profundos, cristalinos, como el pozo que miro hacia el abismo.
Alguien
me toma del cuello y levanta mi cabeza. Otros vienen y me agarran de los pies y
los hombros. Permanezco con los ojos cerrados. Escucho el silencio que es
infinito. El sopor de los años reunidos este día que pasa frente a mis ojos, la
tranquilidad de no sentir dolor y la frescura de la fiebre que escapa. Me
depositan sobre mi cama blanda, tibia, y vuelvo a sentir el aliento de las
voces calladas que se esconden tras los labios de los seres que me miran.
Cuando abro los ojos veo rostros conocidos, los de mis hijos, los de la
familia, mi mujer que se acerca a darme un beso, un beso que presumo de
despedida, y la confundo con la mujer del desnudo que cuelga sobre una de las
paredes de la casa.
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